martes, 20 de diciembre de 2011

MUERE VÁCLAV HAVEL


Premio Príncipe de Asturias

PEN Internacional lamenta profundamente el fallecimiento de Václav Havel, defensor incansable de la libertad de expresión

Václav Havel, poeta y dramaturgo disidente, presidente honorífico de PEN República Checa y hombre de estado, que falleció el 18 de diciembre de 2011, a los 75 años, será recordado por todos en PEN por su notable contribución a la literatura y su extraordinario compromiso con la libertad de expresión.

"Václav Havel fue el más valiente luchador por la libertad de expresión. Confiaba y creía en el 'poder de los indefensos' en el más democráticos de los sentidos. Plantó innumerables semillas espirituales en todo el mundo. Cambió el paradigma de la sociedad mundial con su lucha por la democracia y la libertad de expresión", afirma Hori Takeaki, Secretario de PEN Internacional.

En 1994, Václav Havel, entonces Presidente de la República Checa, se dirigió al Congreso Mundial de PEN Internacional en Praga y dijo:

"Admitamos que la mayoría de nosotros, los escritores, tenemos una aversión esencial a la política. Sin embargo, al tomar esa posición, aceptamos el principio de la especialización, según el cual a algunos les pagan por escribir sobre los horrores del mundo y la responsabilidad humana, y a otros, por lidiar con esos horrores y aceptar la responsabilidad humana por ellos".

Marian Botsford Fraser, Presidenta del Comité de Escritores en Prisión, estuvo presente en el Congreso en Praga y recuerda una reunión excepcional a la que asistieron escritores como Arthur Miller, Harold Pinter, Tom Stoppard, Günter Grass y también Havel. Ella recuerda el pedido de Havel a los miembros de PEN para que hicieran "algo menos llamativo... crear... si puedo usar esa palabra, una especie de mafia conspirativa cuyo objetivo no sea sólo escribir libros maravillosos o manifiestos esporádicos, sino lograr un impacto en la política y sus percepciones humanas en un espíritu de solidaridad... para ayudar a abrirle los ojos".

El espíritu de solidaridad de Havel fue constante. Un día helado en la primera semana de enero de 2010, Václav Havel y dos de sus compañeros disidentes caminaron por una calle nevada de Praga para entregar una carta al Embajador de China. Tocaron el timbre varias veces, rodeados de una multitud de periodistas y fotógrafos. Nadie atendió la puerta, así que dejaron la carta en el buzón.

La carta de Havel y sus amigos, consignatarios del Capítulo 77, pedía un juicio justo y público para el escritor chino Liu Xiaobo, sentenciado el 25 de diciembre de 2009 a 11 años de prisión por ser el coautor del Capítulo 8. La carta decía: "(...) Estamos convencidos de que este juicio y la dura sentencia infligida a... un ciudadano prominente de su país, meramente por pensar y expresarse de manera crítica sobre diversos temas sociales y políticos tuvo como objetivo principal dar una dura advertencia a otros para que no sigan el mismo camino".

Václav Havel eligió expresarse, a pesar de las amenazas y el encarcelamiento, transitar un camino de conciencia y compromiso con la libertad de expresión. Era un hombre inspirador y excepcional. Su legado (y su espíritu de solidaridad) es un regalo para todos nosotros.

Nuestros pensamientos acompañan a su esposa Dagmar, a todos sus amigos y familiares, y a nuestros colegas en PEN República Checa.

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Laura McVeigh
Directora Ejecutiva PEN Internacional



 




jueves, 8 de diciembre de 2011

REVISTA CÓDICE No.3 CENTRO PEN GUATEMALA


















HUGO GORDILLO GANA PREMIO LITERARIO

(Foto de archivo. Chiquimula 2011)

El escritor Hugo Gordillo, miembro del Centro Pen Guatemala, gna premio en los Juegos Florales de Escuintla 2011, con su cuento: Las deidades. Felicitaciones.
A continuación el cuento ganador

LAS DEIDADES (Escuintla)


–…Tú sabedor de la esencia y contador del tiempo. Tú mediador bajo el cielo sobre la tierra. Tú conocedor del pasado y adivinador del futuro… Maximón, ¡quítanos este peso de encima! Calla el ruido de las balas, detén el reguero de la sangre de tus descendientes. Tú Ajquij protector de los tzutuhiles, gran señor de la espiritualidad, conocedor de las energías; procúranos la paz...

–…Tú hijo de un Dios extranjero. Tú crucificado en tierras lejanas. Tú Cristo de figura blanca, aleja la oscuridad. Tú hombre muerto resucitado ¡No permitas el exterminio de los tzutuhiles! Tú que conoces nuestro pasado de esclavitud y nuestro presente de sangre a fuego de hierro; intercede para que vivamos en paz…



La relación socio-religiosa del pueblo de Santiago Atitlán se centraba en eso: en solicitar, día a día, al Rilaj Mam y a Jesucristo, contener la ira de los soldados, destruir sus armas y construir caminos para la salida sin retorno de los militares que habían ocupado su territorio. Pero ni la efigie rústica del abuelo hecho del árbol de tzité por los primeros mam, ni el hijo del Dios blanco en su imagen fina hecha de madera por manos artísticas, parecían interesados en atender los ruegos de aquella comunidad controlada, sojuzgada y golpeada por el destacamento militar de un gobierno anticomunista más. Como que las deidades también estaban amenazadas. Como que también se sentían atemorizadas.

Sin embargo, cada uno por su lado, el Rilaj Mam y Jesús, se esforzaban por evitar las agresiones castrenses. La divinidad maya hacía sus cuentas del tiempo y esperaba una nueva era profética. La divinidad llegada de ultramar pasaba revisión al sufrimiento como preludio de una salvación terrenal que debía llegar tarde o temprano, aunque la realidad era un clamor y reclamaba porque se estaba haciendo demasiado tarde. Tan tarde que el dominio de la población estaba por convertir a Santiago en un campo de concentración de hoguera y plomo. Ya los soldados bebían sin pagar y escandalizaban a ruido de balas en las cantinas, ya se robaban a las niñas, ya llegaban al mercado a adueñarse de mercadería para su hartazón y nadie decía nada. Solo aguantando, aguantando nada más.

El colmo del dominio llegó cuando el destacamento impidió la comunicación entre la altiplanicie de Santiago y la boca costa de Chicacao, a donde los tzutuhiles iban a traer la fruta tropical y el cacao, usados en las celebraciones del gran Ajquij y los corozos empleados en las conmemoraciones en los días santos de la cristiandad.

La noche equinoccial del otoño, el gran abuelo maya se levantó de su sillón en la capilla, y el unigénito del Dios blanco descendió de la cruz en el templo. Uno se aseguró las botas y el otro se vistió con una túnica blanca. Ambos encaminaron sus pasos hacia afuera. Contradictoriamente, el espejo de agua al pie de los volcanes estaba liso, manso, obediente, cuando debió estar furioso por el Xocomil según la época. Las deidades se reunieron en el atrio del oratorio católico edificado sobre el templo ceremonial prehispánico, con el objetivo de platicar sobre cómo poner fin a la desgracia caída sobre los tzutuhiles. Las deidades sabían que hasta la propia existencia de ambos estaba en peligro, porque los soldados atentaban contra los rituales mágico-religiosos en su honor. Esa noche, ni los gallos ni los perros, ni siquiera el tinitus del silencio extraordinario interrumpieron la conversación que duró hasta la madrugada. Sentados en las gradas, el Rilaj Mam sacó su puro y lo encendió a base de largos chupones frente a un ocote ardiente encendido de un sobón en el piso, mientras Jesús trenzaba con sus manos el lazo de la túnica.



–¿Te molesta el humo?

–No. Tan acostumbrado estoy a los sahumerios, como lo estás tú.

–El pueblo nos está clamando por su sobrevivencia.

–Y no encontramos el modo. Este Ejército es demoníaco.

–Es una energía negativa. Si los soldados hubiesen arribado por el lago, yo los habría ahogado allí mismo, pero vinieron por tierra; por el lado de Tolimán.

–Yo no podría. Uno de los mandamientos de mi padre dice: no matarás.

–Pero tu tata mandó matar. Lo dice con sus palabras en el Antiguo Testamento. Recuérdate de Sodoma, donde no se salvaron ni los niños.

–Es cierto. Eso fue cuando mi padre se erigió como un Dios primitivo. Pero con el pasar del tiempo llegó a ser perfecto. Y por eso me envió a mí, para que el mundo lo ame y para que todos nos amemos como hermanos.



Y así, las deidades se fueron adentrando en la necesidad urgente de expulsar al Ejército de Santiago. Ya proponía uno tirar una peste sobre Panabaj, donde estaba asentado el destacamento militar; ya sugería el otro tocar las conciencias de los agresores para que destruyeran sus armas, pidieran perdón a los moradores y se insubordinaran institucionalmente, pero ninguna fórmula resultaba segura. La peste se extendería por la población civil. Ablandar las conciencias con un toque divino no daría resultado por sobre el libre albedrío. En Panabaj había corazones más duros que las rocas del Cerro de Oro. Los soldados mataban en nombre de Jehová amparados en la Biblia, el libro sagrado que politizó el último triunvirato militar golpista en obediencia a los dictados de los poderosos fundamentalistas del norte.

El Rilaj Mam hacía cuentas milenarias con sus veinte dedos y sus trece pañuelos multicolores. Aseguraba que el cambio de era ya debería estar ocurriendo pero no se encontraban señales por ningún lado. A veces dudaba de sí mismo como contador del tiempo porque, según el calendario de la cuenta larga, los tzutuhiles estarían pasando de la opresión a la liberación para conseguir la paz. Jesús se sentía de manos clavadas, sin poder hacer algo, como cuando estaba en la cruz al fondo de la nave central del templo colonial o en el Monte del Calvario jerosolimitano.

El frío de la madrugada se empezó a acentuar tras aquel diálogo que llegó a su fin con una conclusión: el último sacrificio a manos del mal estaba por ocurrir para que el Rilaj Mam concentrara todas las energías con sus potencias y las regara como un manantial por las venas de los pobladores. Por su parte, Jesucristo ungiría a los corderos de Dios a fin de quitar el pecado sobre Santiago. Sellado el acuerdo, el Rilaj Mam se levantó de las gradas y en una de ellas dejó tirados sus pañuelos. Se encaminó a la capilla y se empotró en el sillón. Jesús hizo lo propio en la casa de su padre. Se instaló en la cruz, pero se le olvidó quitarse la túnica y dejó colgado el lazo trenzado en un clavo de las paredes de la sacristía.

¡Jesús, María y José! ¡Saquikoxol, Kaquikoxol, Ixocajaw! Los cofrades que llegaron temprano a ver cómo amaneció el Rilaj Mam, encontraron sus trece pañuelos en las gradas del atrio y el sacristán católico fue el primer sorprendido cuando vio la imagen del crucificado con la túnica puesta. Sendas noticias corrieron entre el pueblo como reguero de pólvora. Los tzutuhiles de Santiago se congregaron en la plaza a causa de los fenómenos, de los milagros, de las señales sincréticas. Fue ante esa muchedumbre donde el Cristo escogió a las víctimas del sacrificio, para quienes tenía reservada la resurrección y el paraíso, mientras el Rilaj Mam concentró las energías cósmicas que esparció sobre sus descendientes.

La primera noche de diciembre estaba enlunada. En el destacamento, el comandante Ortiz vivía las dos caras de una moneda echada al aire. Ahí volaba el aburrimiento que le causaba haber dormido toda la tarde y la intriga de un sueño que le topaba la mollera y le provocaba pequeños escalofríos que posiblemente iban a terminar en una gripe. No lo lograba captar exactamente, pero dormido había visto cómo Maximón levantaba las aguas del Atitlán, como cuando Moisés separó las aguas del mar rojo y las correntadas se ensañaban contra el destacamento. Soldados ahogados, destripados contra las rocas por el azote pluvial. Él mismo vio pasar su cadáver cuando los ríos regresaban al cause más allá de los acantilados y los cuerpos quedaban arremolinados en la talanquera del resguardo militar. Ortiz no se confió en pensar que sólo se trataba de una pesadilla y actuó con firmeza. Tenía que pegar antes que le pegaran. Mandó a formación a un grupo de soldados y les ordenó hacer una ronda allá en el pueblo. El pequeño grupo de soldados salió de Panabaj y bien que se les miraban las caras por tanta claridad. Cuando pisaron las primeras calles del casco urbano estaba la transición de la noche y el nuevo día. Tocaron la puerta de una cantina para quitarse el frío decembrino, pero no les abrieron. A puro culatazo botaron la puerta, sobrepasaron el mostrador y se sirvieron algo de lo que había en la estantería. Así empezó la ronda, así empezó la muerte a caminar nuevamente sobre Santiago. Los soldados enfilaron hacia la plaza y en el camino encontraron a Sapalú. Lo interrogaron y decidieron llevárselo al destacamento. Sapalú opuso una resistencia que nunca había mostrado nadie en el pueblo y echó a correr. Cuando lo perseguían, pidió auxilio a gritos. De las casas vecinas empezó a salir la gente, como que si los estaban llamando a una guerra. Los soldados se asustaron, dispararon contra la multitud y huyeron a toda prisa, dejando un herido en el suelo. La tortilla recién empezaba a dar vuelta. Un vecino fue a tocar la campana del templo católico y otros más a tocar las puertas en las casas de las autoridades civiles. Muchos se congregaron en la plaza, donde lo ocurrido fue contado.

Entre todos los llamados surgieron los escogidos. Cientos de pobladores emprendieron el viaje y se apostaron frente a la entrada del destacamento. Entonces se escuchó un silbido que se hacía cada vez más fuerte y el lago comenzó a rugir como un león gigante. Ortiz se atrincheró hasta el fondo con dos oficiales y ordenó a los soldados que dispararan. La gente se tiraba al suelo buscando protegerse de la balacera y otros caían víctimas del fuego. Trece de ellos ya no se levantaron de entre los charcos de sangre. Aquellos tzutuhiles que antes habían bajado la cabeza tenían ahora la frente en alto, mientras los militares retrocedían y se atrincheraban asustados por la masa que no salió en desbandada y por aquel sonido ensordecedor.

Desde ese mismo día, Santiago fue el centro del mundo. Con la masacre empezó el desenlace del culebrón de hostilidades. Calificado de genocida nacional e internacionalmente, el Ejército abandonó Panabaj y Santiago. Atrás quedó la sangre, la represión y otra historia de resistencia maya.

Echado el Ejército de Santiago Atitlán, los tzutuhiles organizaron una gran celebración sincrética en honor del Rilaj Mam y del hijo del Dios blanco. Los tamborileros y piteros encabezaron alegremente la caminata hacia la boca costa, de donde regresaron con las frutas y las hojas de pacaya para la celebración religiosa. En Panabaj ya no había limitaciones de paso. Mientras tanto, las comunidades organizadas se encargaban de la fiesta social. Contrataron marimbas que se ubicaron en el casco urbano. Fueron trece días de jolgorio porque, en quinientos años, los mayas habían ganado a los invasores una batalla más por la sobrevivencia del pueblo. Atrás quedó la opresión, la sangre derramada y el crucerío de Panabaj. El día de la despedida de la festividad fueron descubiertos otros fenómenos, otros milagros; quedaron otras señales. El sacristán enseñaba a los devotos cristianos que llegaron a la santa misa el cordón de la túnica de Jesucristo, trenzado de tal manera que ni las tejedoras de güipiles ancestrales pudieron explicar. Y, en la capilla, los cofrades descubrieron que el Rilaj Mam tenía un sentado diferente. La divinidad maya estaba con un pie delante del otro, como nunca lo había estado, pues siempre permanecía con las extremidades juntas, con sus botas puestas.

Así, cuando a los tzutuhiles de Santiago se les proclamó como héroes por haberse librado del miasma verde olivo en la última ocupación de sus tierras, los creyentes sincréticos aseguraban que ambas deidades participaron de la expulsión. Para ellos, Jesús sacó a latigazos a los soldados, como lo hizo con los fariseos en el templo de su padre, y Maximón echó al Ejército a puras patadas.